Antología



Jorge Luis Borges, “El espejo”, en Historia de la noche (Obras completas 1975-1985), Buenos Aires, Emecé, 1989 [1977], p. 193.


Yo, de niño, temía que el espejo

me mostrara otra cara o una ciega

máscara impersonal que ocultaría

algo sin duda atroz. Temí asimismo

Que el silencioso tiempo del espejo

se desviara del curso cotidiano

de las horas del hombre y hospedara

en su vago sinfín imaginario

seres y formas y colores nuevos.

(A nadie se lo dije; el niño es tímido.)

Yo temo ahora que el espejo encierre

el verdadero rostro de mi alma,

lastimada de sombras y de culpas,

el que Dios ve y acaso ven los hombres.



Jorge Luis Borges, “Las Kenningar”, en Historia de la eternidad, Buenos Aires, Viau y Zona, 1936 [1932].


Una de las más frías aberraciones que las historias literarias registran, son las menciones enigmáticas o kenningar de la poesía de Islandia. Cundieron hacia el año 100: tiempo en que los thulir o rapsodas repetidores anónimos fueron desposeídos por los escaldos, poetas de intención personal.

(…)

No invitan a soñar, no provocan imágenes o pasiones; no son un punto de partida, son términos. El agrado —el suficiente y mínimo agrado— está en su variedad, en el heterogéneo contacto de sus palabras. (…) Predomina el carácter funcional en las kenningar. Definen los objetos por su figura menos que por su empleo. Suelen animar lo que tocan, sin perjuicio de invertir el procedimiento cuando su tema es vivo. Fueron legión y están suficientemente olvidadas: hecho que me ha instigado a recopilar esas desfallecidas flores retóricas.

(…)

casa de los pájaros                                  el aire

casa de los vientos

(…)

fuerza del arco                                        el brazo

pierna del omóplato

(…)

yelmo del aire

tierra de las estrellas del cielo                el cielo

camino de la luna

taza de los vientos

manzana del pecho el corazón

dura bellota del pensamiento

(…)

espada de la boca                                   la lengua

remo de la boca


Una vindicación final. El signo pierna del omóplato es raro, pero no es menos raro que el brazo del hombre. Concebirlo como una vana pierna que proyectan las sisas de los chalecos y que se deshilacha en cinco dedos de penosa largura, es intuir su rareza fundamental. Las kenningar nos dictan ese asombro, nos extrañan del mundo.



Paul Valéry, “La velada en casa del señor Teste”, en El señor Teste, trad. Salvador Elizondo, Ciudad de México, UNAM, 1972 [1896], pp. 18-19 y 22.


Ya comenzaba a abandonar esas ideas cuando conocí al señor Teste. (...) Su palabra era extraordinariamente rápida y su voz sorda. Todo en él se borraba, los ojos, las manos. Tenía, sin embargo, porte militar y el paso de una regularidad asombrosa. Cuando hablaba no levantaba jamás un brazo ni un dedo: había matado la marioneta.

(...)

Hablaba, y sin poder precisar los motivos ni la amplitud de la prohibición, se constataba que un gran número de palabras estaban proscriptas de su discurso. Aquellas de las que se servía estaban a veces tan curiosamente teñidas por su voz o esclarecidas por su frase que su peso se alteraba y adquirían un valor nuevo. (...) Lo he oído designar un objeto material por medio de un grupo de palabras abstractas y de nombres propios.



Jorge Luis Borges, “Profesión de fe literaria”, en El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Proa, 1926.


Que nadie se anime a escribir suburbio sin haber caminado largamente por sus veredas altas (…) sin haber sentido sus tapias, sus campitos, sus lunas a la vuelta de un almacén, como una generosidad… Yo he conquistado ya mi pobreza; yo he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón.

Jorge Luis Borges, “Palabrería para versos”, en El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Proa, 1926.

¿Por qué no inventar [una palabra] para el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro eficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?



Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones (Obras completas I), Buenos Aires, Emecé, 1996 [1944], pp. 431-443.


El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño.



Jorge Luis Borges, “El Aleph”, en El Aleph (Obras completas I), Buenos Aires, Emecé, 1996 [1949], pp. 617-628.


En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije: Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”.



Jorge Luis Borges, “La lluvia”, en El hacedor, Buenos Aires, Emecé, 1960, p. 199.


Bruscamente la tarde se ha aclarado

porque ya cae la lluvia minuciosa.

Cae o cayó. La lluvia es una cosa

que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado

el tiempo en que la suerte venturosa

le reveló una flor llamada rosa

y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales

alegrará en perdidos arrabales

las negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe. La mojada

tarde me trae la voz, la voz deseada,

de mi padre que vuelve y que no ha muerto.



Daniel Balderston, El método Borges, trad. Ernesto Montequín, Buenos Aires, Ampersand, 2018, pp. 211-212.


Esa naturaleza inacabada del texto, aun del texto ya publicado, está estrictamente ligada a una estética del fragmento: la idea de que el borrador inconcluso, caótico, contradictorio, repleto de variantes es para Borges el texto literario ideal. Expone esa idea en el final del primer capítulo de Evaristo Carriego, y el mismo concepto subyace en el análisis de la novela de Ts’ui Pên en “El jardín de senderos que se bifurcan”, pero también en “La biblioteca de Babel”, en el epílogo de “El inmortal”, y en incontables textos suyos. La obra de Borges, lejos de ser un monumento pulido, es una totalidad fraccionada y fracturada que ofrece “otra forma de verdad, no una verdad coherente y central, sino astillada y angular”, como señala la cita de “Alexander Pope” de De Quincey, que sirve de epígrafe a Evaristo Carriego.

(…)

Incertidumbre, pululación, posibilidad: para Borges la tentativa, lo fragmentario, lo marginal se encuentran en el centro mismo de su proyecto estético.



Sylvia Molloy, “Invisible esqueleto, tamaño de una cara”, en Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pp. 186-187.


Retrato negado, retrato expuesto. El texto borgeano se da, con plena conciencia de que “nadie está en algún día, en algún lugar”, que “nadie sabe el tamaño de su cara” (Otras Inquisiciones). “La Realidad —escribe Borges (habría podido decir la literatura)— es como esa imagen nuestra que surge de todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él” (Inquisiciones). Sabe Borges que así como no hay lugar para el alguien que es nadie, ni siquiera para las dimensiones precisas de su rostro, tampoco hay lugar fijo para el texto, “siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad (Otras Inquisiciones). Sabe que “la literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es” (Otras Inquisiciones). Sabe por fin que el texto es una perpetua suspensión, un no dicho que se dice incesantemente pero nunca del todo: que es “la inminencia de una revelación que no se produce” (Otras Inquisiciones); que contribuye a los borradores de ese libro sin lectura final.



Gérard Genette, “La littérature selon Borges”, en Dominique de Roux et Jean de Milleret (eds.), Cahier de l’Herne. Jorge Luis Borges, , París, Editions de l’Herne, 1964, p. 372. Traducción de la profesora.


[Para Borges] la literatura es un espacio curvo, de gran plasticidad, donde las relaciones más inesperadas y los encuentros más paradójicos son posibles a cada instante. (…) La génesis empírica de una obra, durante el tiempo histórico y vital del autor, es el momento más insignificante y más contingente de su duración. (…) El tiempo de las obras no es el tiempo finito de la escritura, sino el tiempo infinito de la lectura; el espacio literario es la memoria de los hombres. El sentido de los libros está frente a ellos y no detrás de ellos: está en nosotros. Pierre Menard es el autor del Quijote por la simple razón de que cada lector lo es.