Antología



Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, edición a cuenta de autor, 1923, sin paginación.


Las calles


Las calles de Buenos Aires

ya son la entraña de mi alma.

No las calles enérgicas

molestadas de prisas y ajetreos,

sino la dulce calle de arrabal

enternecida de árboles y ocasos

y aquellas más afuera

ajenas de piadosos arbolados

donde austeras casitas apenas se aventuran

hostilizadas por inmortales distancias

a entrometerse en la honda visión

hecha de gran llanura y mayor cielo.

Son todas ellas para el codicioso de almas

una promesa de ventura

pues a su amparo hermánanse tantas vidas

desmintiendo la reclusión de las casas

y por ellas con voluntad heroica de engaño

anda nuestra esperanza.

Hacia los cuatro puntos cardinales

se van desplegando como banderas las calles:

ojalá en mis versos enhiestos

vuelen esas banderas.

Caminata

Olorosa como un mate curado

la noche acerca agrestes lejanías

y fortalece mi jurisdicción de las calles

que laciamente sumisas

acompañan mi soledad con la suya

hecha de miedo, sombra y líneas sencillas.

La brisa trae corazonadas de campo,

franqueza de pinares y dulcedumbre de quintas

que harán temblar bajo rigideces de asfalto

la detenida tierra viva

(…)

También hay gran silencio en los zaguanes

(…)

Yo soy el único espectador de esta calle,

si dejara de verla se moriría.

(…)

Campos atardecidos

El poniente de pie como un Arcángel

tiranizó el sendero.

La soledad repleta como un sueño

Se ha remansado al derredor del pueblo.

Las esquilas recogen la tristeza

dispersa de la tarde. La luna nueva

es una vocecita desde el cielo.

Según va anocheciendo

vuelve a ser campo el pueblo.

(…)



Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995, p. 20.


Borges inscribe una literatura en el límite, reconociendo allí una forma cifrada de la Argentina. Superficie indecisa entre la llanura y las primeras casas de la ciudad, “las orillas” tienen las cualidades de un lugar imaginario, cuya topología urbano-criolla dibuja la clásica calle “sin vereda de enfrente”. La línea del límite se ensancha en “las orillas” y, al mismo tiempo, se hace porosa porque la escenografía de “las orillas” está horadada por baldíos y tapias con hornacinas, por la transparencia de las verjas de hierro y de los cercos de plantas, por balaustradas y balcones, por fachadas que retroceden detrás de las higueras y patios que abren el corazón de la manzana hacia el cielo. A “las orillas” llegan “los carros del verano” y huelen a llanura; sus colores son también los que se usan allí donde “las orillas” terminan francamente en el campo. En “las orillas”, imperceptiblemente, la pulpería se transforma en almacén, la esquina rural en el cruce de dos calles. En “las orillas”, la ciudad está todavía por hacerse. Borges escribe un mito para Buenos Aires que, en su opinión, andaba necesitándolo. Desde un recuerdo que casi no es suyo, opone a la ciudad moderna esta ciudad estética sin centro, construida totalmente sobre la matriz de un margen.

(…)

La topografía de "las orillas" se revela en el divagar lento del paseante y también en el discurrir del lector siguiendo los rastros de la literatura argentina que Borges reconoce en el siglo XIX: la poesía gauchesca. En uno de sus prólogos al Martín Fierro escribe: “Una función del arte es legar un ilusorio ayer a la memoria de los hombres”. Este ilusorio ayer es también, o quizás fundamentalmente, un lugar que Borges disputa al campo, porque prefiere “esas calles largas que rebasan el horizonte y por las cuales el suburbio va empobreciéndose y desgarrándose tarde afuera”.



Pierre Drieu La Rochelle, “Solitude de Buenos-Ayres”, en L’intransigeant, 23 de enero de 1934, p. 6. Traducción de la profesora.


Cuando llegué conocí a un poeta argentino que quiso de inmediato mostrarme su ciudad en todo su exceso, su grandeza, su carácter. Georges-Louis Borgès me llevó hasta el subte. Salimos en una estación cualquiera, cerca de la medianoche, y bajo una luna enorme y diluida, comenzamos a deambular por ese inmenso laberinto rectilíneo. Caminábamos como sobre un mapa, sobre una estructura, sin referencias humanas. Estábamos en plena abstracción. Avenidas y avenidas, calles y calles. Aquí no hay suburbios. Los barrios excéntricos ya son un suburbio perdido y ahogado en su propio desierto.

(...)

Todos dormían. Los cines estaban cerrados, los cafés titilaban. Sola, cada dos o tres kilómetros, la luz angustiante de algún pequeño burdel.

(...)

Mi poeta caminaba, caminaba dando grandes pasos locos. Era como pasearse por su desesperación y su amor, porque había hecho suya esa desolación, que era la de su corazón.

Finalmente, después de tres horas de esa carrera hacia la nada llegamos a un puente. Borges se detuvo. Había logrado encontrar para mí algo que palpitara aún en medio de esas extensiones inertes; un arroyo que todavía conserva su nombre y su murmullo de época colonial, de los buenos tiempos, del tiempo de los seres vivos.

Me miró sonriendo, satisfecho. Nos conocíamos desde la mañana, pero habíamos soñado con los mismos libros serios (...) desde cada costa del océano, desde cada hemisferio.

Y ahí fue recompensado porque los poetas siempre son recompensados a eso de las tres de la mañana en sus búsquedas que desafían la esterilidad del mundo. Milagro: por sobre el murmullo tímido del arroyo oímos el murmullo más atrevido y sonoro de una guitarra, y en un pequeño cabaret encontramos a proletarios sonámbulos que se contaban con fervor sus miserias.



Jorge Luis Borges, “El idioma de los argentinos”, en El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Random House, 2012 [1928], p. 236.


Pero nosotros quisiéramos un español dócil y venturoso, que se llevara bien con la apasionada condición de nuestros ponientes y con la infinitud de dulzura de nuestros barrios y con el poderío de nuestros veranos y nuestras lluvias y con nuestra pública fe. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe. Recuerdo que nos viene del porvenir, traduciría yo. La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa.

Esto es lo que yo quería deciros. El porvenir (cuyo nombre mejor es el de esperanza) tira de nuestros corazones.



Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres, Buenos Aires, Sudamericana, 1995 [1948], p. 127.


Se trataba de conocer exactamente la naturaleza del “Compadrito mil novecientos” y las alteraciones introducidas en aquel asombroso tipo humano por los nuevos contingentes raciales que desde comienzos de siglo recibiera la Gran Capital del Sur. Y el que llevaba la voz cantante no era otro que Luis Pereda, maestro indiscutido en tan difícil asignatura, el cual, mediante un disco grabado en 1903 para Gath y Chaves, se proponía demostrar una tesis que suscitaba por ahora fuertes resistencias.

(...)

No obstante, los tres campeones se dirigieron hacia el fonógrafo que yacía en un ángulo del salón; y dueños ya del anticuado mecanismo, Franky empezó a darle cuerda irónicamente, al par que Luis Pereda hundía su nariz en un maremágnum de discos y buscaba lleno de ansiedad, no de otro modo un jabalí revuelve la tierra con su trompa, en busca de algún tubérculo subterráneo.

—¡Aquí está! —gritó por fin—. ¡El taita de mil novecientos, químicamente puro!

Con mano temblona extrajo el disco de su envoltura, lo acomodó en la platina y dejó caer el pick-up. Una voz gangosa brotó del fonógrafo.

Venía por la barranca

un tranguay angloargentino,

cuando a mitad de camino

encuentra un carro encajao.

“¡Compañero, hágase a un lao!”

dice el del coche al carrero...

No es posible describir el éxtasis en que cayó Luis Pereda no bien el penúltimo verso fue rezongado.

—¡Escuchen esa voz! —dijo con aire de triunfo—. Es el malevo primitivo: el gaucho recién urbanizado. ¡Ni sombra todavía de la influencia itálica!

“Si no vienen a poner

una cuarta, ¡todo el día

estará el carro en la vía!”

Y el cochero, ya enojao,

le contesta: “¡Dos biabazos

te daría por pesao!”

Aquí el éxtasis de Pereda cedió lugar a una ola de coraje que lo sacudió hasta en sus cimientos.

—¡Ah, tigre! —rió y gritó a la vez, contoneándose a la manera de un taita ya listo para entrar en la de San Quintín.

Franky lo estudiaba con cierta melancolía glacial.

—¡Despampanante! —observó al fin, señalando a Pereda—. Lo mandan a estudiar griego en Oxford, literatura en la Sorbona, filosofía en Zurich, ¡y regresa después a Buenos Aires para meterse hasta la verija en un criollismo de fonógrafo! ¡Bah! ¡Un pobre alienado!



Jorge Luis Borges, “Hombre de la esquina rosada”, en Historia universal de la infamia, Buenos Aires, TOR, 1935 [1933].


¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:

—Rosendo, creo que lo estarás precisando.

A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.

—De asco no te carneo, dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano.

Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:

—Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.

Francisco les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:

—¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida! dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.



Jorge Luis Borges, “Historia del guerrero y la cautiva”, en El Aleph, Buenos Aires, Losada, 1949, p. 98.


Quizá las dos mujeres por un instante se sintieron hermanas, estaban lejos de su isla querida y en un increíble país. Mi abuela enunció alguna pregunta; la otra le respondió con dificultad, buscando las palabras y repitiéndolas, como asombrada de un antiguo sabor. Haría quince años que no hablaba el idioma natal y no le era fácil recuperarlo. Dijo que era de Yorkshire, que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia. A esa barbarie se había rebajado una inglesa. Movida por la lástima y el escándalo, mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos. La otra le contestó que era feliz y volvió, esa noche, al desierto. Francisco Borges moriría poco después en la revolución del 74; quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...

Todos los años, la india rubia solía llegar a las pulperías de Junín, o del Fuerte Lavalle, en procura de baratijas y “vicios”; no apareció, desde la conversación con mi abuela. Sin embargo, se vieron otra vez. Mi abuela había salido a cazar; en un rancho, cerca de los bañados, un hombre degollaba una oveja. Como en un sueño, pasó la india a caballo. Se tiró al suelo y bebió la sangre caliente. No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo.



Ricardo Piglia, “Ideología y ficción en Borges”, en Punto de Vista, año 2, nº 5, 1979, pp. 3-6.


La escritura de Borges se construye en el movimiento de reconocerse en un linaje doble. Por un lado los antepasados familiares, “los mayores”, los fundadores, los guerreros, el linaje de sangre. (...) Por otro lado la investigación de los antepasados literarios, los precursores, los modelos, el reconocimiento de los nombres que organizan el linaje literario. (...) Los mayores, los modelos, los escritores y los héroes están representados para Borges (literalmente y en todos los sentidos) en la relación con sus padres.

(...)

Apoyada en la diferencia de los sexos, la familia se divide en dos linajes, habría que decir que es forzada a encarnar los dos linajes: la rama materna, de “buena familia argentina”, descendiente de fundadores y de conquistadores. (...) La rama paterna, de tradición intelectual, ligada a la literatura y a la cultura inglesa.

(...)

Esta ficción familiar es una interpretación de la cultura argentina: esas dos líneas son las dos líneas que, según Borges, han definido nuestra cultura desde su origen. O mejor: esta ficción fija en el origen y en el núcleo familiar un conjunto de contradicciones que son históricas y que han sido definidas como esenciales por una tradición ideológica que se remonta a Sarmiento. Así podemos registrar, antes de analizarlas en detalle, las contradicciones entre las armas y las letras, entre lo criollo y lo europeo, entre el linaje y el mérito, entre el coraje y la cultura. En última instancia estas oposiciones no hacen más que reproducir la fórmula básica con que esa tradición ideológica ha pensado la historia y la cultura argentina bajo la máscara dramática de la lucha entre civilización y barbarie.

(...)

Son dos sistemas de relato, dos maneras de manejar la ficción. Heredero contradictorio de una doble estirpe, esas dos ramas dividen formalmente a la obra. Por un lado aparecen una serie de textos afirmados en la voz, en el relato oral en cierta ética del habla, en la historia, en la memoria, en el culto al coraje, en el no saber, y que tienen al duelo (es decir en Borges, la relación entre el nombre y la muerte) como estructura fundamental; por otro lado, otra serie de textos afirmados en la lectura, en la traducción, en la biblioteca, en el culto a los libros, en el saber, en la parodia, y que tienen al apócrifo (es decir, la relación entre nombre y propiedad) como estructura fundamental. Habrá que estudiar ahora los cruces, las relaciones, los intercambios, analizar cómo, en esa oposición, Borges reescribe la historia familiar y al mismo tiempo la degrada, esto es, ver cómo la escritura de ficción de Borges se constituye, justamente, en el proceso de transformar esa ideología básica.


Bibliografía



Jorge Luis Borges

Fervor de Buenos Aires

Buenos Aires, edición a cuenta del autor, 1923


Jorge Luis Borges

“El idioma de los argentinos”

en El idioma de los argentinos

Buenos Aires, Random House, 2012 [1928]


Jorge Luis Borges

Evaristo Carriego

Buenos Aires, Gleizer, 1930


Jorge Luis Borges

“Hombre de la esquina rosada”

en Historia universal de la infamia

Buenos Aires, TOR, 1935 [1933]


Jorge Luis Borges

“Américo Castro: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico”

en Sur

nº 86, 1941

pp. 66-70


Jorge Luis Borges

“Las alarmas del doctor Américo Castro”

en Otras inquisiciones

Buenos Aires, Emecé, 1996


Jorge Luis Borges

Ficciones

Buenos Aires, Sur, 1944


Jorge Luis Borges

“Historia del guerrero y la cautiva”

en El Aleph

Buenos Aires, Losada, 1949


Jorge Luis Borges

El Aleph

Buenos Aires, Losada, 1949


Pierre Drieu La Rochelle

“Solitude de Buenos-Ayres”

trad. Magdalena Cámpora

en L’intransigeant

23 de enero de 1934

p. 6


Leopoldo Marechal

Adán Buenosayres

Buenos Aires, Sudamericana, 1995 [1948]


Ricardo Piglia

“Ideología y ficción en Borges”

en Punto de Vista

año 2, nº 5, 1979

pp. 3-6


Ricardo Piglia

Crítica y ficción

Barcelona, Anagrama, 2006


Adolfo Prieto

El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna

Buenos Aires, Sudamericana, 1988


Beatriz Sarlo

Borges, un escritor en las orillas

Buenos Aires, Ariel, 1995


Julio Schvartzman

Letras gauchas

Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013