Antología



Jorge Luis Borges, Autobiografía, trad. Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni, Buenos Aires, El Ateneo, 1999 [1970], pp. 107 y 111.


Aunque resulte irónico, en esa época yo era un escritor bastante conocido, salvo en la biblioteca. Una vez un compañero encontró en una enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges, y se sorprendió de la coincidencia de nuestros nombres y fechas de nacimiento.

Cada tanto, los trabajadores municipales éramos premiados con un kilo de yerba. De noche, mientras caminaba las diez cuadras hasta la parada del tranvía, se me llenaban los ojos de lágrimas. Esos pequeños regalos de arriba marcaban mi vida sombría y servil.

Durante un par de horas diarias, mientras viajaba en tranvía, leía La divina comedia ayudado hasta el “Purgatorio” por la traducción en prosa de John Aitken Carlyle. Después continué el ascenso solo.

Hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora y después me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o escribiendo. Así leí los seis volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon y la Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López. Leí a León Bloy, a Claudel, a Groussac y a Bernard Shaw. Durante las vacaciones traducía a Faulkner y a Virginia Woolf. En cierto momento fui ascendido a las vertiginosas alturas del puesto de oficial tercero.

(…)

Aunque mis colegas me consideraran un traidor porque no compartía su diversión bulliciosa, yo seguí escribiendo en el sótano de la biblioteca, o en la azotea cuando hacía calor. Mi cuento kafkiano “La biblioteca de Babel” fue concebido como una versión pesadillesca o una exageración de aquella biblioteca municipal, y ciertos detalles del texto no tienen ningún significado especial. La cantidad de libros y anaqueles que allí figuran son literalmente los que tenía junto al codo. Críticos ingeniosos se han preocupado por esas cifras, y han tenido la generosidad de dotarlas de significado místico.

“La lotería de Babilonia”, “La muerte y la brújula” y “Las ruinas circulares” también fueron escritos (del todo o en parte) durante ese tiempo robado a la biblioteca.



Bruno Bosteels, “Manual de conjuradores: Jorge Luis Borges o la colectividad imposible”, en Juan Pablo Dabove (ed.), Jorge Luis Borges: Políticas de la literatura, Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de la Universidad de Pittsburg, 2008, pp. 251-253.


Aquí vemos cuál es la idea —hasta la utopía— que permanece incólume a través de todo el zigzagueo por entre las distintas convicciones políticas de Borges (…) Se trata de una idea que Borges hereda, a través de su padre y de amigos como Macedonio Fernández, de Herbert Spencer y que queda esencialmente resumida en una obra clásica de éste último, The Man versus the State (1884), es decir: la organización del pensamiento político en torno al conflicto entre el individuo y el Estado. Así, en el que sigue siendo el mejor estudio sobre este tema, Robert Lemm puede concluir: “Borges tiene su lugar en la larga tradición de pensadores que rechazan el Estado —sobre todo el culto del Estado— para tomar partido por el individuo”.

Seguiré principalmente dos grandes direcciones para investigar las consecuencias del individualismo anarquista o libertario que Borges hereda y adopta de Spencer. En primer lugar, podemos decir que la oposición entre el individuo y el Estado es una extensión política del nominalismo filosófico de Borges. Esta extensión nos llevará a una implacable refutación de la figura representacional de la política. Así veremos, de paso, que la importancia del nominalismo no se limita a cuestiones estrictamente epistemológicas o lingüísticas, como podría desprenderse del trabajo ya clásico de Jaime Rest. Al mismo tiempo, sin embargo, existe siempre el riesgo de que la desligazón entre política y representación, al descartar la figura estatal, no encuentre dónde apoyarse para dar consistencia a un sujeto político alternativo, salvo para recaer pura y simplemente sobre el individuo como único polo opuesto al Estado. En efecto, considerado ahora desde el interior de la escritura borgeana y no sólo como convicción ideológica o cuestión filosófica, el nominalismo político, por así llamarlo, vuelve extremadamente difícil y siempre sospechoso, cuando no imposible, sostener la construcción de un término colectivo, o sea, aquello que se situaría sobre la brecha que la crítica de la representación abre entre el individuo y el Estado. De ahí, me parece, el predominio de la lógica de la conjuración, basada en el secreto, cuyos móviles clandestinos exceden por todos lados las demandas democráticas de transparencia y publicidad.



Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, Buenos Aires, Emecé, 1957 [1953].


¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso —dice— a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.



Estela Canto, Borges a contraluz, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, p. 12.


En lo que se refiere a libros, tenía una naturaleza adquisitiva. Se sentaba en el suelo y empezaba a retirar libros de los estantes más bajos. Los examinaba y los leía con la página casi tocándole la nariz. (Le vi hacer esto en casa de los Bioy, en la biblioteca pública en donde era un modesto empleado y en Mackern’s y Mitchell’s, las librerías inglesas, donde era conocido y se le permitía revolver todo lo que quisiera).



Paul Valéry, “La velada en casa del señor Teste”, en El señor Teste, trad. Salvador Elizondo, Ciudad de México, UNAM, 1972 [1896], pp. 17-18.


Soñé entonces que las cabezas más fuertes, los inventores más sagaces, los conocedores más exactos del pensamiento deberían ser unos desconocidos, unos avaros; hombres que mueren sin confesar. Su existencia me era revelada por la existencia misma de individuos deslumbrantes, un poco memos sólidos.

(...)

Perdidas en el resplandor de los descubrimientos publicados, pero al lado de las invenciones poco conocidas que el comercio, el miedo, el tedio, la miseria cometen cada día, yo creía distinguir algunas obras maestras interiores. Me divertía en extinguir la historia conocida bajo los anales del anonimato.

Eran, invisibles en sus vidas límpidas, solitarios que sabían, ante todo, el mundo.



Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”, en Ficciones (Obras completas I), Buenos Aires, Emecé, 1996 [1944], pp. 485-490.


Diecinueve años había vivido con quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

(…)

Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.



Jorge Luis Borges, “El sur”, en Ficciones (Obras completas I), Buenos Aires, Emecé, 1996 [1956], El sur, pp. 524-529.


En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad.

(…)

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran.


Bibliografía



Jorge Luis Borges

“Funes el memorioso”

en Ficciones (Obras completas I)

Buenos Aires, Emecé, 1996 [1944]


Jorge Luis Borges

“El milagro secreto”

en Ficciones

Buenos Aires, Sur, 1944


Jorge Luis Borges

“El sur”

en Ficciones (Obras completas I)

Buenos Aires, Emecé, 1996 [1956]


Jorge Luis Borges

“El escritor argentino y la tradición”

en Discusión

Buenos Aires, Emecé, 1957 [1953]


Jorge Luis Borges

Autobiografía

trad. Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni

Buenos Aires, El Ateneo, 1999 [1970]


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“Conferencias de Jorge Luis Borges (1949-1955)”

en Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges, Biblioteca Nacional Mariano Moreno

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http://centroborges.bn.gob.ar/conferencias/

consultado el 24/02/2022


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Borges a contraluz

Madrid, Espasa-Calpe, 1989


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Borges face au fascisme

vol. 1: Les causes du présent

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Annick Louis

Borges face au fascisme

vol. 2: Les fictions du contemporain

París, Aux lieux d’être, 2006


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Borges, libros y lecturas: catálogo de la colección Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional Buenos Aires

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La constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX

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